El peso invisible de decir que sí siempre
Poner límites suele generar incomodidad. No siempre porque no sepamos lo que necesitamos, sino porque a veces lo que pesa es todo lo que creemos que vamos a perder al hacerlo: el vínculo, el cariño del otro, la imagen que construimos de nosotros mismos al estar siempre disponibles.
Desde muy temprano —de formas sutiles o evidentes— aprendimos que cuidar a los demás era más importante que escucharnos. Que callar lo que incomoda, ceder o adaptarse es parte de “ser buena persona”. Que el afecto se gana entendiendo, cediendo, sosteniendo.
Con el tiempo, ese hábito puede empezar a pasar factura. Nos sentimos agotados, irritables, desbordados emocionalmente o simplemente desconectados de lo que realmente queremos. Pero incluso entonces, poner un límite no es fácil. Porque no solo implica un acto hacia fuera: también confronta con viejas creencias, con emociones intensas y con una imagen de nosotros mismos que empieza a resquebrajarse.
Cuando aparece la culpa
Después de poner un límite, no siempre llega alivio. Muchas veces lo que aparece es culpa. Pero no una culpa por haber hecho daño, sino una que nace del movimiento interno que implica priorizarse.
Esa incomodidad puede venir acompañada de pensamientos como:
¿Y si se lo toma mal?
¿No estaré exagerando?
¿Qué van a pensar de mí?
No son dudas del presente solamente: son ecos de viejos mandatos. Marcas de una forma de vincularnos que enseñó que para ser aceptados, a veces había que borrarse un poco. Que poner un límite podía ser sinónimo de rechazo.
Esa voz no siempre señala un error. A veces solo marca el vértigo de estar haciendo algo distinto. Porque durante años, tal vez décadas, aprendimos que complacer era lo correcto. Que el afecto se aseguraba desde el sacrificio.
El camino de aprender a habitar el límite
Poner un límite no es rechazar al otro. Es reconocer que uno también importa. Que no todo puede sostenerse. Que no siempre se puede estar.
Es un proceso que lleva tiempo. Porque no se trata solo de aprender frases para decir que no, sino de autorizarse internamente a ocupar un nuevo lugar. Uno en el que el vínculo no se construya desde el deber, la culpa o el sacrificio, sino desde una presencia más genuina.
En terapia, muchas veces el trabajo no es solamente identificar lo que incomoda o agota. También es acompañar la dificultad de sostener un límite, legitimar la incomodidad que genera el cambio y reconstruir esa imagen de uno mismo que creía que cuidar era sinónimo de callar.
Dejar de complacer para empezar a habitarse
Poner límites no es cerrar puertas, sino abrir nuevas formas de estar. Formas donde no haya que adaptarse todo el tiempo, ni medir las palabras para no incomodar, ni sostener vínculos a costa del propio bienestar.
No se trata de volverse frío ni de vivir a la defensiva. Se trata de aprender a estar presente sin dejarse afuera. De construir relaciones más honestas, donde haya espacio para decir lo que se siente, lo que se necesita, lo que ya no se puede.
Y aunque al principio duela, aunque la culpa quiera instalarse, con el tiempo algo se acomoda. Porque cuando uno empieza a decir que no sin traicionarse, también empieza a decirse sí.