Mariel Gonzalez Mena
Psicóloga
Cuando la mente no para
Pensar es parte de vivir. Nos ayuda a planear, decidir, anticipar y resolver. Pero a veces la mente no se detiene: da vueltas una y otra vez sobre lo mismo, repasa lo que pasó, imagina lo que podría venir y busca prever cada posible escenario. Y en lugar de sentirnos más seguros, terminamos más cansados y confundidos.
Ese movimiento constante no siempre se nota desde afuera, pero por dentro desgasta. El cuerpo se tensa, el sueño se interrumpe y las emociones se mezclan. Es como si la mente llevara un ritmo que el resto de nosotros no puede seguir.
Detrás del círculo del sobrepensar
A veces creemos que, si analizamos lo suficiente, encontraremos respuestas. Pero llega un punto en que el pensamiento deja de ayudarnos y empieza a girar sobre sí mismo. Cuanto más tratamos de resolver, más atrapados quedamos en el mismo bucle.
Detrás del sobrepensar suele haber miedo: miedo a equivocarnos, a perder algo, a no entender lo que ocurre. También puede haber una necesidad profunda de control, de evitar el error o el dolor. Pensar se convierte, entonces, en una manera de calmar la incertidumbre. Pero ese intento de control nos mantiene en alerta, sin descanso.
A veces, más que detener el pensamiento, necesitamos mirar qué lo está sosteniendo: qué emoción o necesidad busca calmar. Comprender eso puede abrir un camino distinto al de pensar sin parar.
Ansiedad: cuando la mente intenta protegernos
La ansiedad es una emoción humana. Todas las personas la sentimos en distintos momentos y, en pequeñas dosis, puede ser necesaria. Nos prepara para actuar frente a un desafío, nos alerta y nos impulsa a movernos.
El problema aparece cuando esa respuesta se mantiene activa incluso cuando ya no es necesaria. La mente permanece en estado de alerta, repasando lo que podría salir mal o lo que aún no se resolvió. En ese intento de protegernos, termina agotándonos.
El sobrepensar es, muchas veces, una forma de ansiedad. Una mente que busca cuidarnos, pero que en el exceso deja de ser aliada y se convierte en un peso. Para reconocerla, entenderla y darle un lugar, necesitamos frenar en un mundo que nos exige constantemente mantenernos bien.
Podés leer más sobre esta idea en el artículo: -La exigencia de estar bien-.
El valor de frenar
No se trata de apagar la mente, sino de aprender a relacionarnos de otra manera con nuestros pensamientos. Observarlos sin juzgarlos, reconocer cuándo se repiten y de qué emociones se alimentan puede ser un primer paso para soltarlos.
La terapia puede ser ese espacio para hacer una pausa. Un lugar donde los pensamientos encuentran palabras y el malestar puede mostrarse sin exigencias. Allí podemos diferenciar lo que está bajo nuestro control de lo que no, y aprender a convivir con aquello que no podemos resolver de inmediato.
Ese mismo gesto también puede aparecer fuera de la sesión: en los momentos de silencio, de descanso o de disfrute sin un objetivo en particular, simplemente porque tenemos ganas de hacerlo. Frenar no es rendirse; es empezar a habitar el presente.
Si querés conocer más sobre cómo la terapia puede acompañarte en este proceso, podés leer el artículo: -Terapia: un proceso para comprenderte-.
No se trata de acallar la mente, sino de prestarle atención sin perdernos en ella. Escuchar lo que hay detrás del pensamiento puede ser el primer paso para encontrar calma.