Mariel Gonzalez Mena
Psicóloga
​Lo que cambia cuando migramos
Migrar transforma, incluso antes de darnos cuenta. No se trata solo de cambiar de país, sino de atravesar una experiencia que toca quiénes somos. En el encuentro con un nuevo entorno, muchas certezas se desacomodan: lo familiar se vuelve ajeno y lo ajeno, poco a poco, comienza a volverse parte de nosotros.
Surgen entonces preguntas que atraviesan a casi todas las personas que migran: ¿dónde pertenezco?, ¿quién soy ahora?, ¿qué de mí se mantiene y qué está cambiando?
No son señales de desorientación, sino parte natural del movimiento interno que la migración despierta.
Aprender a ser en otro lugar
No todas las migraciones se viven igual. Para algunas personas, el cambio representa una búsqueda; para otras, una necesidad. Pero en todos los casos, migrar deja una huella en la identidad: transforma la manera en que nos vinculamos, los roles que ocupamos y la forma en que nos reconocemos.
Migrar también nos pone frente a lo desconocido: exige aprender nuevos códigos, improvisar, adaptarnos a otras formas de comunicación, incluso a otros ritmos. En ese proceso, aparecen frustraciones, pero también descubrimientos, donde desarrollamos recursos que no sabíamos que teníamos.
Migrar es también aprender a ser de otro modo. Y en ese aprendizaje, muchas veces se abren nuevas preguntas que continúan el recorrido.
Si querés profundizar en las pérdidas y contradicciones que atraviesa la migración, podés leer el artículo: -Migrar: entre dos mundos-.
El espejo en otro lugar
Migrar implica salir de los espacios donde crecimos y nos formamos —la escuela, la universidad, el trabajo, los grupos de amigos—, esos lugares que, sin darnos cuenta, sostenían nuestro sentido de pertenencia.
Son instituciones y etapas que fuimos atravesando de manera más o menos natural, muchas veces porque era “lo que seguía”, porque así se daba el curso de la vida. En cambio, en la migración nada viene dado: hay que construir desde cero los espacios que antes estaban asegurados.
Crear lazos, encontrar lugares donde sentirnos parte, lleva tiempo y requiere apertura. Esa apertura nos invita a explorar nuevas actividades, espacios y modos de vincularnos, donde poco a poco comenzamos a construir nuevas formas de pertenecer.
En la experiencia migrante, muchas veces los vínculos se viven con otra profundidad. Compartimos con personas de las que no tenemos conocidos en común, pero con quienes atravesamos desafíos similares. A veces, esas relaciones se vuelven un sostén afectivo fundamental, una nueva forma de familia elegida.
“Una paciente me decía: ‘acá los vínculos son distintos, más intensos… quizá porque nadie tiene historia con nadie, y eso nos acerca de otra manera’.”
Con el tiempo, descubrimos que la pertenencia no se limita a un solo lugar. Podemos habitar más de un mundo a la vez, tejer redes nuevas sin borrar las anteriores.
Lo que parecía una fractura puede volverse un puente: la identidad se amplía cuando logramos integrar lo que fuimos con lo que estamos siendo.
Un espacio para reconstruir sentido
Migrar es una experiencia de transformación, y como toda transformación, necesita tiempo, acompañamiento y escucha.
La terapia puede ser ese espacio donde explorar quiénes somos ahora, cómo nos sentimos en los nuevos vínculos y de qué manera queremos pertenecer.
Si querés conocer más sobre cómo puede acompañarte este proceso, podés leer el artículo: -Terapia: un proceso para comprenderte-.
No se trata de volver a ser quienes éramos, sino de encontrar una forma más genuina de habitar nuestra historia en este nuevo contexto.
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