top of page

 La exigencia de estar bien: 

Vivimos en una cultura que celebra la productividad y la positividad constante. Estar bien dejó de ser un deseo legítimo y se transformó en una obligación.

Frases como “sé tu mejor versión” o “si querés, podés” parecen motivadoras, pero muchas veces se convierten en una carga. Cuando no alcanzamos esa supuesta meta, aparece la culpa, como si sentirnos mal o simplemente parar un momento fuera un error que debemos corregir.

La autoexigencia invisible
 

En este mandato de estar bien constantemente, surge un malestar encubierto, que tratamos de tapar o negar. No siempre llega como una crisis evidente: a veces se cuela en lo cotidiano. Cuesta disfrutar, todo agota, el cuerpo no descansa y la mente no para.

Aparece un malestar silencioso, una tristeza que no se explica fácilmente, una incomodidad que no se va. Surgen pensamientos como: “No sé qué me pasa”, “Debería sentirme feliz con lo que tengo”, “Estoy fallando de alguna manera.”

 

Esa exigencia interna por “estar bien” se vuelve una voz que no nos deja descansar. Queremos sentirnos plenas, pero nos exigimos lograrlo como si fuera una tarea más que cumplir. Nos exigimos incluso en el terreno emocional.
 

Las redes sociales amplifican esa presión. La comparación permanente con vidas que parecen perfectas —viajes, logros, fotos felices— puede generar la sensación de no estar a la altura, de que “algo falta” aunque tengamos lo necesario. Pero esas imágenes no muestran lo invisible: las dudas, los fracasos, la soledad o el cansancio que también forman parte de la vida.
 

Al final, la exigencia de estar bien se convierte en una trampa: cuanto más tratamos de sostener esa imagen, más nos alejamos de lo que realmente sentimos.
 

Si este tema te resuena, podés leer también - Aprender a mirarnos con otros ojos - 

Cuando el cuerpo habla


Muchos malestares no gritan, pero hacen ruido. Se presentan como insomnio, irritabilidad, apatía, ganas de aislarse o desconexión. A veces, detrás de esos síntomas, lo que hay es un cuerpo diciendo “basta” o una mente pidiendo espacio para procesar lo que pasa.
 

El cuerpo muchas veces habla cuando las palabras no alcanzan. En él se inscriben tensiones, sobrecargas y emociones no dichas. Escucharlo no siempre es fácil, porque implica reconocer límites y frenar —dos cosas que esta cultura no nos enseña a hacer.
 

El malestar también es una señal: nos recuerda que no podemos sostenernos en piloto automático para siempre. Parar en tiempos que todo lo acelera no es perder: es cuidarse.

En una sociedad que valora la inmediatez, el silencio y el descanso pueden volverse gestos de resistencia. Y muchas veces, es en ese parar donde aparece la claridad para comprender qué nos está pasando. 

La terapia como pausa necesaria
 

La terapia puede ser ese espacio donde el malestar puede existir sin juicio. Un lugar donde no hay que demostrar nada, donde lo que sentimos se escucha y se trabaja con respeto. Un tiempo distinto, donde se puede frenar, mirar hacia adentro y poner palabras a lo que cuesta sostener.
 

Acompañarnos también implica pequeños gestos cotidianos: darnos permiso para parar, bajar el ritmo, reconocer que no siempre podemos con todo.
Ese espacio puede ser la terapia, pero también los momentos de pausa, de silencio o de contacto con lo que nos hace bien sin necesidad de mostrarlo hacia afuera.

Si querés conocer más sobre cómo la terapia puede acompañarte en este proceso, podés leer el artículo:  -Terapia: un proceso para comprenderte-.

Quizás el bienestar no se trate de estar siempre bien, sino de aprender a acompañarnos cuando no lo estamos.

bottom of page